Si, ¡no somos nada! Verdaderamente somos vasos vacíos, platos sin alimento, casas sin habitantes, países sin población, mundo sin gente. Lo que ocurre es que nos olvidamos de eso, y pensamos que nuestras vidas son mérito nuestro, que el progreso es cuestión del hombre, hasta llegamos a considerar que nuestros hijos son realmente nuestros.
Si cerramos los ojos y nos abstraemos por un momento de todo el ruido que nos rodea, quizás podamos entrar en diálogo con Aquel que Es, el Dueño y Autor de nuestras vidas, de nuestro destino. Cada bocanada de aire que entra a nuestros pulmones es producto de Su Amor, cada alimento que ponemos en nuestra boca, es un cuidado amoroso que El nos prodiga. Como lo dijo San Pablo, “Todo es Gracia”. La vida es Gracia, la risa, la felicidad lo es, pero también es Gracia el dolor, la enfermedad, y hasta la muerte.
Nuestra vida es un regalo del Señor, de principio a fin. Pero lo más extraordinario es que esta vida no es nada, comparado con la promesa que El nos hace: la eternidad vivida en perpetua felicidad, junto a El mismo. Los fogonazos de felicidad que vivimos aquí, no son más que una muestra, un anticipo de lo que vamos a vivir en el Reino prometido. Y el dolor que podamos vivir en esta vida, es nada más que la forma que El tiene de darnos el pasaje para la felicidad eterna. Ya fue así con El mismo, cuando en la forma del Verbo Encarnado se presentó ante nosotros, para morir en la Cruz.
Es curioso, pero cuando comprendemos que no somos nada, es cuando más seguros de nosotros mismos nos sentimos. No es esto porque pensemos que somos capaces de algo, o porque tengamos algún mérito, sino porque nos vemos abrazados y en amistad eterna con quien cuida de nuestro destino. Jesús mismo se hace cargo de nuestro día, de nuestra noche también, cuando seguros de Su Presencia nos dejamos llevar por los impredecibles derroteros de la vida.
La búsqueda de falsas seguridades que nos ofrece el mundo, es chafalonería comparada con la verdadera seguridad, eso que los enamorados de Dios llamamos Fe. La buscada autoestima, o la autovaloración, son caminos tramposos que conducen a una vía muerta, a una sequedad espiritual plagada de egoísmo. La verdadera autoestima se alcanza al amarse a uno mismo como Dios nos ama, o porque Dios nos ama, y es simplemente un apéndice del verdadero amor, que es el que debemos prodigar a nuestros hermanos en Jesús.
Para el mundo, decir que no somos nada es locura. Pero eso no es sorpresa, pues casi todas las cosas de Dios son locura incomprensible para el mundo. A los ojos de la Fe, decir que no somos nada es abrazarse como un niño a las piernas del Padre Bueno, ponerse bajo el Manto de la Mamá que nos consuela y protege. Es ponerse de rodillas con las manos juntas, la mirada en lo alto, el corazón abierto al diálogo confiado con Quien nos espera.
Decir que no somos nada es también querer ser santo. Ahora sí que hablamos de locura, ¿verdad? Que loco suena esto de querer ser santo, y sin embargo es nuestra misión de vida. Nada tan importante, para ninguna persona, como el deseo de ser santo. El anhelo de la santidad, ese sentimiento tan importante que debemos alimentar y cuidar dentro nuestro, responde al impulso de nuestra alma que quiere hacer feliz a Dios. ¡Ese es el motivo por el cual queremos ser santos!
Realizar el sueño que Dios tuvo cuando insufló la vida en nuestra alma, en el momento de la concepción. Esa es nuestra misión de vida, motor de nuestro anhelo de santidad. Nuestros padres fueron co-creadores, pero fue Dios el que delineó un plan para nosotros, en ese trascendental momento de nuestra existencia. Tú, y yo, y todos, somos hijos de un sueño que Dios tuvo al crearnos. Por eso El nos dice que nos conoce desde antes de nuestra concepción, porque nuestra existencia es parte del Plan que El tiene para el desarrollo de la historia.
Así, no somos nada, y sin embargo, somos tan importantes para Dios. Somos Su sueño, un sueño que debemos descubrir y transformar en camino, impulsados por el deseo de ser santos. Los oídos cerrados a los llamados del mundo, y abiertos a la Voz de nuestro Buen Pastor, Jesús ¡Por eso quiero gritar quiero ser santo Señor! ¡Quiero ser santo!
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