Homilía atribuida a San Juan Crisóstomo sobre la oración.
siglo Vrelacionada al Evangelio:
«Se marchó al descampado y allí se puso a orar»
El sumo bien está en la oración, en el diálogo con Dios... La oración es luz del alma, verdadero conocimiento de Dios, mediadora entre Dios y los hombres. Hace que el alma se eleve hasta el cielo y abrace a Dios con inefables abrazos, apeteciendo la leche divina, como el niño que, llorando, llama a su madre; por la oración el alma expone sus propios deseos y recibe dones mejores que toda la naturaleza invisible.
Pues la oración se presenta ante Dios como venerable intermediaria, alegra nuestro espíritu y pacifica el alma. Cuando hablo de oración me refiero a la verdadera, no a las simples palabras: la oración que es un deseo de Dios, una inefable piedad, no otorgada por los hombres, sino concedida por la gracia divina, de la que también dice el Apóstol:
«Nosotros no sabemos pedir lo que nos conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables» (Rm 8,26).
Una oración así, cuando Dios la otorga a alguien, es una riqueza inagotable y un alimento celestial que satura el alma; quien la saborea se enciende en un deseo eterno del Señor, como un fuego ardiente que inflama su corazón.