by Rosas para la Gospa |
En octubre del año 2003 viaje por primera vez a Medjugorje. Aquel año estaba atravesando uno de los peores momentos de mi vida, ya que el año anterior había fallecido uno de mis mejores amigos en un accidente de tránsito. La muerte de Agustín me afectó mucho, ya que tenía 23 años y nunca había experimentado la muerte de ningún familiar, ni de ningún ser querido cercano.
En aquel entonces fui a ver a un especialista (psiquiatra) para ver qué era lo que me estaba ocurriendo, ya que estaba muy mal y, por momentos, experimentaba una angustia tan grande que no me permitía ni siquiera salir de mi casa. El psiquiatra me diagnosticó “ataques de pánico”, por lo cual empecé a ir a un psicólogo para hacer un tratamiento y enfrentar esta crisis por la que estaba atravesando.
Mi adolescencia había sido un poco complicada, ya que entre los 16 y los 18 años fui expulsado de tres colegios católicos debido a mi mala conducta y al poco interés que demostraba en los estudios. Vivía inmerso en lo que el mundo me ofrecía y a lo cual llama felicidad.
Ante la muerte de mi amigo nada de lo que el mundo me ofrecía (dinero, éxito, bienes materiales, etc.) podían ayudarme a recuperarlo, por lo que sentía que el mundo se me desmoronaba, ya que el “mundo ideal” en el que vivía, y en el que todo se solucionaba con dinero, comenzó a tambalearse.
Fue mientras estaba yendo al psicólogo que se acercó la hermana de un amigo, ella sabía que yo estaba pasando por un momento complicado, y me comentó al pasar que estaba por empezar un grupo de Rosario en su casa; a lo cual yo le respondí sarcásticamente: “Si, seguro que voy. Si no llego a las 20hs (horario en que comenzaba el grupo) arranquen sin mí”.
Es importante aclarar que, por más que he ido a muchos colegios católicos, no era un católico practicante. Hice catequesis de niño, tomé la comunión, pero no frecuentaba la Iglesia. Es más, no sólo no la frecuentaba, sino que no me interesaba nada que tuviera que ver con la Iglesia.
Después de la propuesta que me hizo Mariana, la hermana de mi amigo, la cual en mi interior rechacé inmediatamente, intenté seguir adelante con las fuerzas que tenía. De a poco fue creciendo en mi interior la idea de ir al grupo para ver quién era Dios y cómo me podía ayudar. En mi interior me decía: “Le he dado la posibilidad a los psicólogos, a los psiquiatras, a los medicamentos, porque no dársela a Dios”. Fue así que aparecí en el grupo aquel día, para mi sorpresa eran cuatro mujeres y yo. ¡Yo no sabía que estaba haciendo allí, y menos aún, rodeado de desconocidas y para rezar junto a ellas!
La realidad es que rezamos el Rosario y una gran paz inundo mi corazón, no puedo explicar que sucedió pero no me quería ir de ahí. Así que comencé a ir cada jueves a rezar el Rosario junto a ellas. Luego de pasar unos meses, Mariana, me habló de la posibilidad de ir a Medjugorje, a lo cual yo pregunté qué era eso y donde quedaba. Ella me explicó que era un lugar en Bosnia-Herzegovina en el cual hacía unos años se estaba apareciendo la Virgen. Enseguida que escuché donde quedaba se me vino a la mente la idea de ir a conocer muchas mujeres y de pasarme de boliche en boliche. Lo otro, lo que se aparecía la Virgen, era algo completamente secundario.
Fue así que fui a hablar con dos amigos míos que estaban pasando por una situación similar a la mía, ellos estaban muy angustiados por la pérdida de nuestro amigo fallecido, y les hablé del viaje a este lugar impronunciable, en el que se aparecía la Virgen, y de aprovechar la situación para irnos a Europa de parranda. De esta forma, partimos para Medjugorje, pasando primero por Italia. Cómo nosotros nos habíamos sumado a la peregrinación casi al final, nos encontramos con los demás peregrinos en el aeropuerto de Roma. Ninguno de los tres sabía lo que era una peregrinación, así que cuando llegamos a Roma nos encontramos con la sorpresa de que el peregrino más joven, a parte de nosotros, no bajaba de 50 años y el promedio era de 60, siendo generoso. ¡No les puedo explicar lo que fue mi cara y la de mis amigos!
Primero pasamos unos días en Roma y luego tomamos un avión hacia un lugar que se llama Split, en Croacia, y desde allí teníamos unas cuantas horas de bus hasta Medjugorje, en Bosnia. Para llegar a Medjugorje hay que pasar la frontera de Croacia hacia Bosnia y es una ruta de muchas montañas, un paisaje, al que nosotros en Uruguay, no estamos acostumbrados, ya que nuestro territorio es llano. La cuestión es que las señoras aprovechaban todas las situaciones para rezar el Rosario: si salía el sol rezaban el Rosario, si pasábamos la frontera rezaban el Rosario, y así era con todo, a lo cual nosotros mirábamos con mucho asombro, ya que no entendíamos absolutamente nada de lo que estaba pasando.
Cuando llegamos a Medjugorje la situación se puso un poco más difícil cuando la guía de la peregrinación nos dijo que uno de los tres tenía que compartir la habitación con el sacerdote que nos acompañaba. Empezamos a discutir entre nosotros, ya que ninguno de los tres quería compartir la habitación con él. Al final, Agustín cedió y compartió la pieza con el sacerdote, ya que, tanto Martín como yo, nos negábamos profundamente a ceder ante esta situación.
Con el correr de los días nos comenzamos a separar, si bien hacíamos la mayor parte de la propuesta de la peregrinación, cada uno comenzó a disponer de su tiempo según lo que le dictaba su corazón.
Yo, particularmente, comencé a ver que los confesionarios estaban llenos de gente para confesarse, la devoción de las personas en Misa, me enteré que existía algo que se llamaba Adoración al Santísimo, veía a las personas caminando en la calle con el Rosario en la mano, y, por sobre todo, veía en la cara de las personas expresiones de felicidad. Todo esto me cuestionó enormemente y produjo en mí el deseo de rezar el Rosario, de confesarme, de ir a la Adoración, de subir los montes, de escuchar las charlas de los videntes y del Padre Jozo y de cambiar mi estilo de vida. ¡Yo quería que mi rostro se vea así de feliz como el de esas personas!
La cuestión es que, sin entender cómo ni por qué, una vez que nos fuimos de Medjugorje éramos otras personas. La idea del comienzo de ir a conocer mujeres y los boliches de Europa se dio vuelta y, si bien estuvimos recorriendo Italia y España, no dejábamos de rezar juntos el Rosario cada día y, cuando podíamos, íbamos a Misa. No puedo describir exactamente qué fue lo que pasó, lo que sí puedo decir es que mi corazón había cambiado. En esos días experimenté lo que era el amor, por primera vez en mi vida sentí que mi corazón estallaba de un amor que yo no conocía, y ese amor era Dios. También, por primera vez, fui consciente de lo que es la amistad. Por lo general, con mis amigos, hablábamos de temas superficiales y no de las cosas que suele haber en lo profundo del corazón. En ese viaje conocí lo que era la verdadera amistad y pude hablar con mis amigos de Dios y de temas que iban surgiendo que no eran frecuentes en nuestras charlas. Yo no entendía mucho que estaba pasando en mi interior, pero lo que es claro es que esa vivencia iba a cambiar mi vida para siempre.
Una vez que llegué a Uruguay ya no era el mismo, me costó un buen tiempo cambiar mis hábitos y costumbres. Pero, sobre todo, viví una gran lucha interior por dejar de lado todos los hábitos que venía arrastrando desde hacía muchos años. Esta lucha conmigo mismo me llevó muchos años y, aún hoy, sigo peleando con el hombre viejo que estuvo tan inmerso en la superficialidad durante tanto tiempo.
A mi regreso de Medjugorje comencé a frecuentar la Parroquia, no dejé de asistir al grupo de oración, iba a siempre a Misa los domingos y, cuando podía, también asistía entre semana. Después de un tiempo comencé a dar catequesis y a participar de distintos apostolados en la Parroquia. De a poco, con el correr del tiempo, fue surgiendo en mi interior algo que sentía que Dios me pedía y a lo cual yo rechazaba profundamente. En mi corazón era cada vez más fuerte el llamado que Dios me estaba haciendo a seguirlo en el sacerdocio. Para mí fue un golpe muy duro, ya que nunca en mi vida me había imaginado ese camino para mi vida. Con el paso del tiempo fui viendo que nunca me había cuestionado que era lo que Dios quería para mi vida, lo único que me importaba era yo, y hacer lo que yo quería y cuando quería.
Cuando le abrí mi corazón a Dios y lo hice parte de mi vida, fue allí, que todo comenzó a cambiar. No sólo comencé a experimentar la verdadera felicidad, sino que también le dije que iba a hacer lo que Él quería. Una vez que le entregué mi vida por completo, sin ninguna excusa, fue cuando no pude resistir más a la vocación que Él tenía preparada para mí. A medida que mi corazón iba cambiando y se lo iba entregando a Dios fue cuando mis heridas comenzaron a sanar y los “ataques de pánico”, con el correr del tiempo, fueron desapareciendo. En Medjugorje recibí el don de la conversión y con ese hermoso regalo vino la curación física.
Antes de entrar en el Seminario tuve la gracia de volver a Medjugorje en unas cuantas oportunidades. Fue allí que conocí el verdadero amor, fue allí que supe que tenía una Madre en el Cielo que me acompañó, me acompaña y me seguirá acompañando toda la vida. La Gospa me llevó a su Hijo, y desde que ella me mostró a Jesús, mi vida cambió por completo. La realidad es que una vez que volví de Medjugorje y, aún hoy, tengo muchos problemas que resolver, al igual que todos los seres humanos, la gran diferencia está en que cuando dejamos que Dios forme parte de nuestras vidas, Él también se hace cargo de nuestros problemas y nos ayuda a ser felices sabiendo que tenemos que enfrentarlos.
Sin lugar a dudas que no hay porque ir a Medjugorje para convertirse y empezar a creer en Dios, pero ésta fue la experiencia que me tocó vivir y, gracias a ella, vivo feliz experimentando el amor de Dios en el día a día.
Ante la pregunta que me suelen hacer acerca de que es Medjugorje o que se vive allí, la única respuesta que puedo dar es que este lugar es “una sucursal del Cielo en la Tierra”; ya que lo que se vive allí no lo he visto en ninguna otra parte de nuestro planeta.
Hoy día soy sacerdote y he consagrado mi ministerio a Nuestra Madre, María Reina de la Paz. Me encomiendo a sus oraciones para poder servir al Señor con un corazón desbordante de alegría.
Dios los bendiga por medio de Nuestra Madre
Padre Marcelo Marciano
Montevideo – Uruguay
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